Los momentos de soledad son necesarios como el aire. Cuando faltan, llega la asfixia y la desesperación.
¿Quién puede vivir sin estar solo, al menos unos minutos por día, y quien no añora esos minutos cuando pasan días y días sin encontrarlos?
La soledad, perfecta inconforme, viene también a veces con desmesura. Quien se queda solo permanentemente se hunde, se pierde, y tampoco respira.
El equilibrio parece difícil de encontrar. De tanto en tanto, alguien lo logra. Con frecuencia, también, la balanza se inclina demasiado hacia un lado u otro, y el oxígeno se hace escaso.
Será que la vida está hecha de elementos tan diversos como complicados de combinar: el trabajo como satisfacción y no como exigencia, el descanso que no llegue siempre tarde, las caminatas bajo el sol, las largas charlas con quienes queremos, la tristeza, la esquiva alegría, la excitación, la esperanza, el desespero, la bronca, el deseo, los sueños, los planes, las lágrimas, la sensación de libertad, el saberse querido.
Pero entre todas esas cosas las risas de los niños merecen que nos detengamos un instante. Oídas a veces desde lejos, otras con indiferencia, otras disfrutadas, no pocas veces son capaces de provocar una lágrima de felicidad.
En momentos en que el fiel de la balanza, como casi siempre no encuentra su punto de reposo, las risas de los niños son un remanso, un instante en que el tiempo se detiene y la vida nos acaricia.
Y créanme, esas risas percibidas con atención, las risas de los niños que a través de ellas encuentran mejor que nosotros el equilibrio, esas risas curan. Sólo hay que saber escuchar. Hagan la prueba.
¿Quién puede vivir sin estar solo, al menos unos minutos por día, y quien no añora esos minutos cuando pasan días y días sin encontrarlos?
La soledad, perfecta inconforme, viene también a veces con desmesura. Quien se queda solo permanentemente se hunde, se pierde, y tampoco respira.
El equilibrio parece difícil de encontrar. De tanto en tanto, alguien lo logra. Con frecuencia, también, la balanza se inclina demasiado hacia un lado u otro, y el oxígeno se hace escaso.
Será que la vida está hecha de elementos tan diversos como complicados de combinar: el trabajo como satisfacción y no como exigencia, el descanso que no llegue siempre tarde, las caminatas bajo el sol, las largas charlas con quienes queremos, la tristeza, la esquiva alegría, la excitación, la esperanza, el desespero, la bronca, el deseo, los sueños, los planes, las lágrimas, la sensación de libertad, el saberse querido.
Pero entre todas esas cosas las risas de los niños merecen que nos detengamos un instante. Oídas a veces desde lejos, otras con indiferencia, otras disfrutadas, no pocas veces son capaces de provocar una lágrima de felicidad.
En momentos en que el fiel de la balanza, como casi siempre no encuentra su punto de reposo, las risas de los niños son un remanso, un instante en que el tiempo se detiene y la vida nos acaricia.
Y créanme, esas risas percibidas con atención, las risas de los niños que a través de ellas encuentran mejor que nosotros el equilibrio, esas risas curan. Sólo hay que saber escuchar. Hagan la prueba.