Las ganas de hablar del dulce de mis amores vienen de un pequeño intercambio vía comentarios, en el que hablábamos con debolsillo de las diferentes consistencias del dulce de leche (cajeta en México, manjar en Chile, arequipe en Colombia y Venezuela…).
Lo disfruté a lo largo de mi vida y lo sigo haciendo: es culpable de que me acuse a mi misma de golosa incurable, y de que se me vayan los ojos frente a la vitrina de una de esas buenas panaderías (algo que intento evitar en presencia de otras personas, pero no siempre consigo).
Es cierto que parece uno de esos casos en los que se consume algo por pura ansiedad, pero no. El dulce de leche cambia mi estado de ánimo, me tranquiliza, me alivia.
He aprendido a seleccionar según color, espesor y sabor: ninguno es igual al otro. Hay marcas inolvidables, como La Martona, Chimbote o San Ignacio, que con el tiempo o desaparecieron o se volvieron casi incomprables.
De las que se vendieron durante años en los almacenes, mi preferido era el Gándara, que tenía el equilibrio perfecto entre blandito y consistente, un brillo distinto a los demás, y un saborcito…y que creo que ya no se fabrica.
Por otro lado, aunque admite mil combinaciones (y sigo probando) hay clásicos que jamás dejarán de parecerme manjares de los dioses: la torta milhojas es uno de ellos, los alfajorcitos de maizena (hechos en casa, claro) otro. Los cañoncitos también me enloquecían, pero ahora me quedó lejos la panadería Oddone, que hacía los mejores del mundo mundial.
El dulce de leche es también responsable de algunos recuerdos imborrables: cierro los ojos y me veo tomando té con leche con mi viejo en el bar Oriente, pegado a la estación de Quilmes, donde te servían junto a las tres medialunas de rigor un platito de plástico desgastado (rosa, celeste o amarillo) con un “copito” de dulce de leche. Nunca jamás vi que lo hicieran en ningún otro lugar.
O me transporto a la casa de mi abuela en La Plata, en la mesa naranja de la cocina, atacando una bolsa de un cuarto de maizenitas (unas galletitas arqueadas que aun existen, otro complemento formidable) armando “sanguchitos” hasta hartarme.
Paro acá. No, no soy una viciosa. No, no y no. Adicta, tampoco. Jamás de los jamases.
A todo esto, y mientras buscaba la imagen que ilustra esta entrada, aprendí en la Wiki que la receta de dulce de leche lleva bicarbonato de sodio para que se produzca la reacción de Maillard, que es la que lo pone marroncito.
Miren si será interesante lo que descubrió don Maillard: el mismo proceso químico es el responsable del sabor del asadito y del doradito de las tostadas, que por cierto también admiten de buena gana ser untadas con abundante dulce de leche…pero ¡por favor! sin mezclar con manteca.