Muchas veces en mi vida me atacó una sensación extraña: la de creer que pertenezco a una rara generación en extinción. Como si quienes tienen mi edad no compartieran los mismos recuerdos, la misma nube nostálgica hacia cosas que van quedando inevitablemente en la niñez, y que sólo pueden volver cuando se las rescata en reuniones de pares, de esas en las que los “te acordaaaaaas de…?” surgen a borbotones.
Pues bien, me he encontrado con poca gente de mi edad que recuerde las mismas cosas que yo. Por caso ¿alguien que visite este blog (¡y que no sea ninguno de mis hermanos!) ha leído de chico la colección de los cuentos del Chiribitil? ¿Existe algun humano de treinta y pico por ahí que haya disfrutado con los libros de Polydoro? (aun con esas historias bíblicas que vaya a saber por qué no pasaron el filtro de unos padres poco proclives al adoctrinamiento religioso).
Más aún: ¿alguien recuerda las revistas Recreo?
Supongo que muchos habrán leido a Elsa Borneman y escuchado a María Elena Walsh. Más de uno habrá pasado tardes calurosas, ya preadolescente con los libros de la colección roja de Billiken, o con los amarillos de
El ritual se repetía de cama en cama. Lo disfrutaba los fines de semana cuando dormía en casa de mi viejo, sin apuros y sin madrugones en ciernes. Mi papá con la pila de las Recreo y alguno de nosotros eligiendo el cuento que nos tocaba esa noche. Uno por cama, una elección por cama. A veces una elección (y un cuento) cada dos camas, para ahorrar voz y apurar el tiempo del descanso. Después, orejas de la almohada para afuera y a dormir.
Me dieron muchas ganas de empezar una iniciativa similar. Entre mis hermanos hay quien tomó la decisión de empezar a escanear, pero no sé hasta donde habrá llegado en la empresa. Pues bien, hacen falta otros escáneres (¿se dice así?) y otras ganas. Digo, cooperación. Y poner manos a la obra. ¿Por qué no dejar ese legado?
Y quizás, quien sabe, después del cuento, de apagar el monitor, y de sacar las orejas, los besos paternos y maternos sigan sellando el encuentro.