miércoles, junio 21, 2006

Invierno

De muy chica aprendí que la mejor forma de vencer a un miedo es enfrentándolo. Una calle oscura, entrar a una casa grande y solitaria, una situación nueva...
El miedo me recorrió en muchísimas oportunidades durante el transcurso de mi vida. Siempre fui conciente de él, muchas veces me temblaron las piernas y el corazón latió con fuerza. Las manos se agitaron, la voz se quebró...Pero siempre, finalmente, lo enfrenté. Y no digo que le haya ganado todas las batallas. Algunas las perdí y en otras la partida terminó en tablas. Al miedo quizas nunca se le gane porque siempre aparece en formas diversas y nuevas, pero yo diría que uno lo va acorralando, confinando a un rincón donde no pueda tener demasiada libertad de acción.

Uno de los miedos que tuve desde niña es el miedo al fuego. Irracional como todo miedo, tampoco es ninguna rareza: el fuego quema, daña, destruye. ¿Qué puede haber de extraño en temerle?.
Tampoco debe resultar curioso entonces que a través de los años haya podido desterrar ese miedo hacia uno de esos rincones desde donde ya no puede molestar.
Tal vez esa batalla empezó cuando me mudé a una casa con un precioso hogar a leña, que al principio ignoré anunciando que jamás sería encendido. No fui yo la que lo hice por primera vez, claro, tampoco por segunda ni por tercera. Las primeras noches me opuse a que quedara encendido, y luego acepté, pero por mucho tiempo dormí con un ojo puesto en el ángulo izquierdo del living, de donde venía hacia mi habitación el temido resplandor, y las chispas.

Las cosas cambiaron. Hoy el encendido de ese fuego y su cuidado son de mi responsabilidad absoluta. Y al contrario de lo que pensé, me gusta hacerlo. Tanto que en estos días fríos, preludio del invierno que comienza hoy en el hemisferio en que vivo, no puedo concebir el estar dentro de la casa sin mantener viva esa pequeña fogata casera. Más aún, duermo mucho mejor cuando lo hago cerca de ese calor, sanador y amigable.
Quien tenga o haya tenido en su casa un hogar sabrá de que hablo: no hay un calor parecido. Y nada es tan placentero como alimentarlo, aunque deje llagas en las manos y las rodillas sucias de ceniza.