martes, septiembre 26, 2006

Esta mañana



"La gente anda sola y cojea, así, por la mañana se enamora hasta el más tonto de todos, el que nunca sabrá nada de sí mismo. Esta mañana, cada mañana, mañana, habremos llegado donde haya que llegar, sin amor, con amor, solos, habrá que llegar, acompañados o no, habrá que llegar, sin trayectoria, sin destino, sin horizonte donde poner los ojos, habrá que llegar, sin libros por leer, sin un cuerpo del que se pueda esperar una hermosa sorpresa, sin destino, andando por andar, viviendo por vivir, sin casa, habrá que llegar a algún lugar, desnudo frente a un océano que te arrastra hasta no ser sino su espuma. Y así, asaltado por las olas de septiembre, esta mañana, has mirado hacia atrás... ¡No te tengo piedad pasado mío! Y te dejo morir, como una vieja ballena que se suicida en las playas del tiempo".


Dionisio Cañas, "A veces un oscuro animal se apodera de mí", de su libro Corazón de perro


Llevo varios días leyendo y releyendo este texto, y no puedo dejar de disfrutarlo. Así que no me resistí, una vez más, a tomarlo prestado de Pájaros Mojados, y traerlo aquí. De paso estuve conociendo al autor y su obra (gracias Xavi, por estos descubrimientos).

sábado, septiembre 16, 2006

De lápices que siguen escribiendo

Empecé a escribirlo acá (al fin y al cabo era más bien un recuerdo, no más que una nota en el margen), pero el post se fue solito para allá. Quería estar ahí, cerca de la trinchera.

lunes, septiembre 04, 2006

Hace veinticuatro años

La calle Paraná doblaba en Andrade y la manzana era nuestra. El sol abrazador de la tarde de verano se hacía tibieza y brisa fresca pasadas las cinco, cuando el pequeño despertaba de su siesta.

El coche de bebé era ya quizás un poco antiguo para la época: de esos altos, con ruedas grandes y capota protectora. “¿Querés pasearlo?”, preguntaba Rosa. Era la invitación, el permiso.
Allí salía entonces la nena de diez años con su hermanito, precioso tesoro y menuda responsabilidad que asumía segura de sí misma.
Conocía al dedillo los subes y bajas de las veredas: pozos, escalones, baldosas flojas, todo era esquivado con ductilidad maternal. Y llegaba otra vez felíz a la casa de la esquina, a la hora en que se regaban las plantas y los triciclos hacían su recorrida vespertina. Tal vez una o dos vueltas más. Era el paseo con el bebé que habría de crecer rápido, las horas compartidas robadas al destino de ser hermanos de fin de semana.

Cuando él tuvo 10, yo ya tenía 20 y poco me faltaba para empujar otro cochecito, esta vez con un bebé que sería mi hijo.
Compenetrada en esa tarea, a él casi lo perdí de vista. Eran ciertas las palabras de mi viejo: el tipo crecía sin que lo vieran. No avisaba.

No sé bien cómo ni cuando me encontré discutiendo apasionadamente sobre periodismo, comunicación y política con mi hermano menor. Y descubriendo coincidencias. No tanto después (al fin de cuentas, no tanto) sabría que siempre podría contar con él y que como dice Drexler, con Dani (que hoy cumple 24) siempre podremos brindar, aunque sea por haber perdido las mismas batallas.


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