La tarde era casi primaveral, a contramano de lo que debe ser el riguroso agosto. Sol brillante, cielo celeste, cerca de las dos de la tarde, una tibieza inusual.
Me subí al colectivo. Iba escuchando a Enya (Once you had gold) y tratando de ordenar los problemas en mi cabeza. Pensaba en que punto de su vida las personas se vuelven egoístas (cual habrá sido el punto en que me sucedió a mí, no sé si eso lo pensé), pensaba en como disfrazar la realidad para mis hijos, como convencerlos todavía (ya tendrán tiempo para reparar en la verdad) de que nadie quiere dañarlos, de que las personas que caminan por la calle, las que conocen y las que no, sólo portan buenas intenciones. Pensaba en mí misma al punto de considerar la posibilidad de abandonar alguna buena parte de comodidad en aras de otra porción de tranquilidad, en renunciar a un trabajo, en encerrarme en mí misma.
Ibamos por la ruta y ví que dos mujeres se bajaban sobre la banquina de tierra. Siempre me causó cierto desasosiego la gente que baja del transporte en medio de la nada. Es una sensación de desamparo, de que nadie los espera, o tal vez de que les queda un largo camino hasta quien sabe donde. Como si no estuvieran llegando a destino sino más bien empezando otra ruta.
En el primer asiento iba sentado un hombre de mediana edad. Perdida en mis pensamientos miré la mitad de su cuerpo que sobresalía de la butaca. Los pantalones le quedaban cortos y la camisa demasiado apretada. Seguramente incómoda. En ese segundo plano de pensamientos que la mente suele otorgar a lo poco trascendente, pensé que vendría del trabajo, que estaría cansado, que tal vez bajaría también en la ruta, que lo esperaría una familia quizas, hijos o mujer y un montón de reclamos. Problemas, pensé, seguro los tiene.
Inmersa en mi egoísmo, me sentí de alguna forma aliviada. La ropa que llevo me queda cómoda, tengo un reproductor de mp3 en la cartera que me permite aislarme de los ruidos y de las conversaciones tristes y monótonas del resto. El viento me da en la cara, y no tengo que bajarme en la ruta, apenas un poco más allá, pero en una calle de asfalto.
Mientras en segundo o quizás tercer plano mi mente se estrechaba en ese estúpido razonamiento, el tipo se levantó. Sacó no sé de donde una muleta y le pidió al chofer que parara el vehículo. Efectivamente, bajaba en medio de la ruta. Como pudo se acomodó frente a la escalerilla. Le faltaba una pierna. El primero, el segundo y el tercer plano de mi mente se concentraron en un solo: lo vi allí, arreglándoselas como podía para bajar del micro, con su muleta, su única pierna, su pantalón corto y su camisa apretada, y sus seguros problemas.
No sé por qué pensé en los desfiles de modelos, en hombres jóvenes con ropas perfectamente adecuadas a sus supuestamente perfectos cuerpos, no sé por qué pensé en las vidrieras de shoppings y en propagandas de televisión, esas imágenes de gente que vive vidas ideales en cuerpos ideales. La mentira, la irrealidad. La verdad, supe con certeza, está en este tipo que en este preciso instante está bajando del colectivo.
Pocos metros más adelante llegamos a un acceso, el micro giró y bajé sobre la calle asfaltada. El sol calentaba un poco más que hacía un rato, cuando había subido, y me esperaba a mi también una larga caminata. Puse el mp3 a todo volumen y empecé a andar. Con la música protegiéndome del entorno, el viento en la cara y la tibieza del sol en mi piel, volví a mis problemas personales. Y mi ser se sumergió nuevamente en el egoísmo.
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